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Quinto programa de Masterchef. Por suerte o por desgracia, triunfó el amor

Quinto programa de Masterchef. Por suerte o por desgracia, triunfó el amor

Los dioses son caprichosos, y los guionistas de Masterchef lo son todavía más. Si en la pasada entrega hablábamos de una maldad inducida, de una cizaña impuesta sin compasión, esta entrega se ha caracterizado por su buen rollo, desde el principio… hasta el fin. Bienvenidos al país de la piruleta y el arcoíris.

No me malinterpreten: también hubo odio del bueno, del que luego hablaremos. Pero para empezar, esa primera prueba de sopitas y quiches en la que todos compartían lo que salía de una gran cinta transportadora, fue algo suave. En la cinta también venían recuerdos varios, todos destinados a hacer llorar al personal. No hubo grandes sobresaltos. Bueno, Sally dijo que ella nunca había tenido un molde de silicona y que por eso se le daba mal el tema. El otro día Andrea le echaba la culpa a no haber tenido abuela. El secreto para ganar Masterchef parece ser directamente no haber tenido nunca cocina, o mejor, vivir debajo de un puente, para tener todas las excusas posibles.

Entre refrán y refrán de Encina (chupito cada vez que suelta uno) al final Lidia fue la ganadora. Lidia, que gracias a que Mila le robó el pollo la semana pasada, ha pasado de ser la bruja que odia el chorizo a la pobre nutricionista incomprendida. Gracias a Mila, todavía no podemos tener un enemigo real (a excepción del tupé de Kevin).

Tenemos entonces a Lidia de directora de tres equipos para la siguiente prueba. En esta, los aspirantes se reparten de esta singular manera para ponerse a cargo de las cocinas de un lujoso hotel en Andorra. Bueno, al menos a cargo de las cocinas ficticias. Los dueños del hotel debieron ver lo organizado con la boda la semana pasada y solo permitieron que estos sirviesen a los propios jueces y a Luis Larrodera y Xavier Detell, invitados al programa. Muchísimas risas. Millones de risas. Risas a granel.

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Y aquí vino el viejo y conocido odio. Los equipos montaron tal caos que los jueces elevaron al máximo sus decibelios. En especial Samantha, quien se convirtió en una especie de Transbull, la directora del colegio de Matilda, aderezada con pizcas de Kaleshi. La auténtica reina de poniente y del emplatado.

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Tras un par de planos furtivos a Carlos sin bañador (¡ay! los desvelos de los directores de TVE debatiendo entre conseguir audiencia o entregarse a la moralidad cristina que persiguen) y el uso de la palabra RECEPCIONAR por parte de Pepe, la última prueba nos deparaba la tercera visita al programa de Christian Escribá, maestro repostero. El reto: emular un enorme huevo Fabergé y realizar absolutamente todos los chistes, asociaciones y bromas posibles con la palabra huevo. Que si enseña tus huevos al jurado, que si tus huevos encima de la mesa… ¿En serio?

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La última prueba podía parecer suficientemente compleja como para asegurar, tal vez, lagrimas, sudor, sangre, o frases de Pablo sobre su futuro como presidente del gobierno o el uso del kárate en el cuidado de perritos, en realidad el bien se impuso de nuevo. Descubrimos que el novio de Andrea la llamaba BUTERFLAI (mariposa en inglés y retrasadita en español) y que Mireia, concejala del PSOE, se ruborizaba al ver a Escribá igual que a Felipe González.

El final sorprendió a muchos, pues encina, que había estado floja durante todas las pruebas, puso el broche final a su despido con un huevo muy cercano al «León come Gamba» que todos recordamos. Se fue, y se fue como toda buena abuela: sonriendo, dando consejos, dando besos, dando abrazos y mirando con cara de terror la tablet del programa que se llevaba para casa. Allá donde esté, estará respondiendo a todo el mundo con refranes y tal vez le hayan encargado cocinar todas las raciones de los colegios de Castilla y León ella sola.

El amor siempre es menos divertido, pero deja el espíritu más tranquilo. Al menos, espero que el suyo sí. Cuéntenme qué les ha parecido el programa y nos leemos para el siguiente gastrónomos. Un saludo.

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